Este año, los reyes se adelantaron: el
20 de diciembre, recibí un mensaje de Online Studio Productions, en el que me
indicaban que mi obra, ¡Tenemos tato!,
había sido elegida para su publicación por dicha empresa para ser descargada en
dispositivos móviles. En breve, se podrá descargar para dispositivos Apple
(iPhone e iPad) y unos meses más tarde para Android.
Un servidor cuenta, además de con la
citada, con siete novelas inéditas, así como más de un centenar de cuentos, si
bien, si hubiera de elegir un solo libro para su publicación, habría sido justo
este, por lo que podéis comprender que mi alegría sea doble.
Este favoritismo no obedece a que estime que esta obra sea la mejor de todas, ya que la escribí hace cinco años
y, por fortuna, desde entonces no he cesado de aprender, sino porque, desde que
comencé a pergeñarla, la concebí como un regalo para mis hijos, que siempre
podrán recordar que existe un libro cuyos protagonistas están inspirados los
niños que fueron años atrás y se llaman igual que ellos.
Por supuesto que la obra no es un mero
testimonio de la realidad, y la mayor parte de los personajes y situaciones son
fruto de la ficción, si bien mis hijos no pueden leerla sin sentirse
reflejados, hasta el punto de que Andrea, que en breve cumplirá siete años,
después de concluir cada capítulo, le cuenta a su madre que ella, cuando era
pequeña, hizo tal o cual cosa, justo lo que acaba de leer.
¡Tenemos tato!, narrada en primera
persona por uno de los protagonistas, trata de transmitir una peculiar visión
del mundo a través de la inocente mirada de un niño de cuatro años y medio, y
cómo, en compañía de su hermana de año y medio, el Huracán Andrea, deberá encarar transcendentales retos como la
boda de la tita Cuqui o la comunión
de Josete, y enfrentarse a la temible
bruja Florita o a la llorona Susanita. Como cabe imaginar, se trata
de un libro infantil, orientado a niños de 7 a 12 años, si bien con una segunda
lectura para adultos.
Para abrir boca, os dejo el comienzo
del primer capítulo:
¡Es estupendo tener una hermana!
Al
menos así lo creo yo. Hace algún tiempo, muchísimo, tanto que casi no alcanzo a
acordarme, yo no tenía ninguna, por eso sé muy bien lo que me digo y creedme si
afirmo que es cien veces mejor ahora. Mi hermana tiene un año y medio y se llama
Andrea. Mi papá la llama “el huracán Andrea”; yo no acabo de entender del todo qué
significa, pero suena fantástico.
Cuando
no había nacido Andrea, Papá y Mamá se pasaban todo el rato pendientes de mí y
nunca me permitían disfrutar de esas cosas increíbles que veía hacer a otros
chicos que sí que tenían hermanos, como tirase por el tobogán cabeza abajo o
columpiarse apoyado sobre los pies, en vez de sobre el culo. Por si alguien no
lo sabe, al tener un hermanito se sube automáticamente de categoría –un buen
ascenso, que diría mi papi– pues se pasa de que tu mamá te trate como a un bebé
a convertirte en todo un hermano mayor. De todos modos, aunque quisieran, no
creo que mis papás pudiesen impedirme realizar todas esas cosas divertidas, ya
que dedican el día entero a correr como locos detrás de Andrea. Tampoco es que
sea mala, lo único que le ocurre es que es tan pequeña que todavía no ha aprendido
a hacer las cosas despacio.
A
pesar de que mi hermana es chiquitina (fijaros si lo es que aún lleva pañales) hubo una época en la que era mucho más
pequeña, tan diminuta que ni siquiera sabía andar ni hablar, y debía pasarse
todo el día tumbada. Cuando tienen niños así, los papás sufren una extraña
enfermedad (seguro que contagiados por los hijos, a causa de llevarlos todo en
día en brazos) que los vuelve tontos y, en vez de hablar, como hacemos todos
los demás, se pasan el día entero haciendo cucamonas, gorgojeos y pedorretas. Por
suerte, Andrea creció (ni siquiera me di cuenta de cuándo lo hizo, pero ahora
ya no es tan pequeña) mis padres se recuperaron y ya se comportan como gente normal, casi siempre.
Hoy
es un día especial; lo sé porque a mí me han vestido con cinturón y zapatos de
charol, y me han peinado con espuma; a mi hermana Andrea la han disfrazado con
un vestido lleno de lazos por todos lados. Toda esta preparación se debe a que
hoy se casa la tía Cuqui, que, fijaros que coincidencia, descubrí el otro día
de que, además de nuestra tía, es también hermana de Mamá. Estamos todos a la
puerta de la iglesia, esperando a que lleguen la tita y el abuelo. La tía Cuqui
no suele ser nunca muy puntual, pero hoy se está pasando como ninguna otra vez.
El novio de la tía, que se llama Marcelo, pero Andrea le llama “tito Lolo” y ya
ha conseguido que toda la familia lo nombremos así, no deja de caminar de un
lado para otro y está rojo como un tomate. Yo creo que le han apretado
demasiado la corbata y se está asfixiando; le pregunto que por qué no se la
quita y me dice que no puede; le pregunto que por qué no puede y me contesta
que porque no; a pesar de que insisto, no me da más explicaciones. Los mayores
son así, a veces se empeñan a toda costa en explicarte asuntos que no te
apetece nada saber, si bien, cuando algo te interesa de verdad, casi nunca
consigues una respuesta que te saque de dudas.
Mamá
parece a punto de que le dé un ataque, vigilando a cada instante que mi hermana
no se manche el vestido, que dice que es de firma, algo que no soy capaz de
entender, pues lo he mirado del derecho y del revés, y en ningún sitio he visto
el borrajato, ni siquiera uno chiquitito. No me explico por qué los papás se
empeñan a veces en tareas imposibles: Andrea es como es y, si no quieres que se
ensucie el vestido, la única solución es no ponérselo. Los mayores, por muy
listos que se crean, muchas veces no entienden las cosas más sencillas.
Por
fin llegó un enorme coche negro y, dentro de él, la tita, irreconocible, pues
ella, que siempre lleva pantalones, se había vestido como Cenicienta cuando fue
al baile. Cuando va a salir del coche, mi mamá, al igual que todas las otras señoras,
se arremolina alrededor de este para ver a la
tía Cuqui (como si no la conociese de sobra, venga disfrazada o no) y
descuida un instante la vigilancia sobre Andrea, que aprovecha para empinarse
sobre el borde de una fuente que había justo detrás de ella y tocar el agua,
algo que llevaba todo el rato deseando hacer pero que Mamá le permitía, con tan
mala fortuna que calculó mal la distancia al agua, o la longitud de su brazo, y
terminó por caerse de cabeza.
Mamá
escucha el ruido y, como se da cuenta de que no está agarrando a Andrea, se debe
imaginar al instante que debe haber sido cosa suya, ya que no ha empezado a dar
la vuelta y ya grita como una loca.
–
¡La niña! ¡La niña!
–
¿Qué pasa? –pregunta Papá.
–
¡La niña! ¡La niña! –es lo único que acierta a decir Mamá, que no acaba de
reaccionar.
Mi
hermana, más rápida de reflejos que mis dos padres juntos, se pone ella sola en
pie mientas chorrea por los cuatro costados, con el pelo y los lazos
aplastados, muestra esa sonrisa que sólo
ella sabe lucir –no es de extrañar que la quiera tanto– y anuncia:
–
Amoao.
Que
en su idioma quiere decir: “me he mojado”, algo de lo que todos ya nos habíamos
dado cuenta. Mi madre se dedica a gritar de nuevo, como si sirviera de algo.
–
¡Esta niña me mata, de verdad! ¡Te juro que esta niña me mata! ¡Siempre tiene
que preparar alguna!
No
sé por qué Mamá dice todas estas tonterías; Andrea ni siquiera se ha acercado un
poquito a lo que sería hacerle daño, ¡y dice que la va a matar! Como mucho, se
podría haber matado ella si la fuente hubiese estado vacía y se hubiese golpeado
en la cabeza, ¡menos mal que había agua! Puesto que Papá se ha olvidado en casa
la mochila que siempre prepara Mamá con ropa de recambio, tienen que vestir a
Andrea con la ropa de Pepa –la muñeca favorita de mi hermana– una especie de
pijama rosa que le queda pequeño y además está lleno de manchurrones, pues
acostumbra a arrastrar a Pepa por el suelo y a meterla en los sitios más
increíbles, como papeleras, casetas de perro y otros lugares que sólo se le
pueden ocurrir a ella.
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