Al menos así lo creo yo. Hace algún
tiempo, muchísimo, tanto que casi no alcanzo a acordarme, yo no tenía ninguna,
por eso sé muy bien lo que me digo y creedme si afirmo que es cien veces mejor
ahora. Mi hermana tiene un año y medio y se llama Andrea. Mi papá le llama “el
huracán Andrea”; yo no acabo de entender del todo qué significa, pero suena
fantástico.
Cuando no había nacido Andrea, Papá y Mamá
se pasaban todo el rato pendientes de mí y nunca me permitían disfrutar de esas
cosas increíbles que veía hacer a otros chicos que sí tenían hermanos, como
tirase por el tobogán cabeza abajo o columpiarse apoyado sobre los pies, en vez
de sobre el culo. Por si alguien no lo sabe, al tener un hermanito se sube
automáticamente de categoría —un buen ascenso, que diría mi papi— pues se pasa
de que tu mamá te trate como a un bebé a convertirte en todo un hermano mayor.
De todos modos, aunque quisieran, no creo que mis papás pudiesen impedirme
realizar todas esas cosas divertidas, ya que dedican el día entero a correr como
locos detrás de Andrea. Tampoco es que sea mala, lo único que le ocurre es que
es tan pequeña que todavía no ha aprendido a hacer las cosas despacio.
A pesar de que mi hermana es chiquitina
(fijaros si lo es que aún lleva pañales) hubo una época en la que
era mucho más pequeña, tan diminuta que ni siquiera sabía andar ni hablar, y
debía pasarse todo el día tumbada. Cuando tienen niños así, los papás sufren
una extraña enfermedad (seguro que contagiados por los hijos, a causa de
llevarlos todo en día en brazos) que los vuelve tontos y, en vez de hablar,
como hacemos todos los demás, se pasan el día entero haciendo cucamonas,
gorgojeos y pedorretas. Por suerte, Andrea creció (ni siquiera me di cuenta de
cuándo lo hizo, pero ahora ya no es tan pequeña) mis padres se recuperaron y
ya se comportan como gente normal, casi siempre.
Hoy es un día especial; lo sé porque a mí
me han vestido con cinturón y zapatos de charol, y me han peinado con espuma; a
mi hermana Andrea la han disfrazado con un vestido lleno de lazos por todos
lados. Toda esta preparación se debe a que hoy se casa la tía Cuqui, que,
fijaros que coincidencia, descubrí el otro día de que, además de nuestra tía,
es también hermana de Mamá. Estamos todos a la puerta de la iglesia, esperando
a que lleguen la tita y el abuelo. La tía Cuqui no suele ser nunca muy puntual,
pero hoy se está pasando como ninguna otra vez. El novio de la tía, que se
llama Marcelo, pero Andrea le llama “tito Lolo” y ya ha conseguido que toda la
familia lo nombremos así, no deja de caminar de un lado para otro y está rojo
como un tomate. Yo creo que le han apretado demasiado la corbata y se está
asfixiando; le pregunto que por qué no se la quita y me dice que no puede; le
pregunto que por qué no puede y me contesta que porque no; a pesar de que
insisto, no me da más explicaciones. Los mayores son así, a veces se empeñan a
toda costa en explicarte asuntos que no te apetece nada saber, si bien, cuando
algo te interesa de verdad, casi nunca consigues una respuesta que te saque de
dudas.
Mamá parece a punto de que le dé un
ataque, vigilando a cada instante que mi hermana no se manche el vestido, que
dice que es de firma, algo que no soy capaz de entender, pues lo he mirado del
derecho y del revés, y en ningún sitio he visto el borrajato, ni siquiera uno
chiquitito. No me explico por qué los papás se empeñan a veces en tareas
imposibles: Andrea es como es y, si no quieres que se ensucie el vestido, la
única solución es no ponérselo. Los mayores, por muy listos que se crean, muchas
veces no entienden las cosas más sencillas.
Por fin llegó un enorme coche negro y,
dentro de él, la tita, irreconocible, pues ella, que siempre lleva pantalones,
se había vestido como Cenicienta cuando fue al baile. Cuando va a salir del
coche, mi mamá, al igual que todas las otras señoras, se arremolina alrededor
de éste para ver a la tía Cuqui (como si no la conociese de sobra,
venga disfrazada o no) y descuida un instante la vigilancia sobre Andrea, que
aprovecha para empinarse sobre el borde de una fuente que había justo detrás de
ella y tocar el agua, algo que llevaba todo el rato deseando hacer pero que
Mamá le permitía, con tan mala fortuna que calculó mal la distancia al agua, o
la longitud de su brazo, y terminó por caerse de cabeza.
Mamá escucha el ruido y, como se da cuenta
de que no está agarrando a Andrea, se debe imaginar al instante que debe haber
sido cosa suya, ya que no ha empezado a dar la vuelta y ya grita como una loca.
– ¡La niña! ¡La niña!
– ¿Qué pasa? –pregunta Papá.
– ¡La niña! ¡La niña! –es lo único que
acierta a decir Mamá, que no acaba de reaccionar.
Mi hermana, más rápida de reflejos que mis
dos padres juntos, se pone ella sola en pie mientas chorrea por los cuatro
costados, con el pelo y los lazos aplastados, muestra esa sonrisa
que sólo ella sabe lucir –no es de extrañar que la quiera tanto– y anuncia:
– Amoao.
Que en su idioma quiere decir: “me he
mojado”, algo de lo que todos ya nos habíamos dado cuenta. Mi madre se dedica a
gritar de nuevo, como si sirviera de algo.
– ¡Esta niña me mata, de verdad! ¡Te juro
que esta niña me mata! ¡Siempre tiene que preparar alguna!
No sé por qué Mamá dice todas estas
tonterías; Andrea ni siquiera se ha acercado un poquito a lo que sería hacerle
daño, ¡y dice que la va a matar! Como mucho, se podría haber matado ella si la
fuente hubiese estado vacía y se hubiese golpeado en la cabeza, ¡menos mal que
había agua! Puesto que Papá se ha olvidado en casa la mochila que siempre
prepara Mamá con ropa de recambio, tienen que vestir a Andrea con la ropa de
Pepa –la muñeca favorita de mi hermana– una especie de pijama rosa que le queda
pequeño y además está lleno de manchurrones, pues acostumbra a arrastrar a Pepa
por el suelo y a meterla en los sitios más increíbles, como papeleras, casetas
de perro y otros lugares que sólo se le pueden ocurrir a ella.
Tal como os habréis dado cuenta, mi
hermana es genial. Mi mama, no sé por qué, hoy no opina lo mismo y se encuentra
de un humor de perros. Manda a Papá que vaya a casa con la niña para
cambiarla de ropa, y yo me quedo en la iglesia con ella. Al poco rato, el cura
acerca el micrófono al tito Lolo y le pregunta que si quiere a la tita Cuqui
por esposa (como se le ocurra decir que no la liamos, ¡menudo genio tiene la
tita!). Menos mal que dice que sí, y luego el cura le hace la misma
pregunta a la tita. Mamá se echa a llorar.
– ¿Mamá, por qué lloras? ¿Es
porque se ha mojado Andrea?
– No hijo, no es por eso.
– Entonces, ¿por qué es? ¿No quieres que
se case la tita?
– Sí que lo quiero hijo, precisamente
lloro de felicidad.
¡Que le vayan a otro con ese cuento! Si no
me lo quiere explicar, que me lo diga y ya está. No sé por qué los mayores a
veces nos cuentan esas tonterías, como si nos las pudiéramos creer, ¡ni que
fuésemos tontos!
Lo peor de las bodas y similares son ese
batallón de señoras mayores que se las apañan para enterarse de todos los
acontecimientos y acuden dispuestas a besuquear a cualquier niño que se ponga a
su alcance; peor aún: algunas incluso pretenden que las beses. A la salida de la
Iglesia, he tenido que valerme de mi mejor treta, que consiste en agarrarme muy
fuerte a la pierna de Mamá y fingir que soy muy vergonzoso, para
librarme de seis o siete que me habían elegido como blanco. Por fin llegan Papá
y Andrea, y nos podemos marchar.
En el restaurante, Mamá busca a un
camarero y le entrega un tarro con el puré de Andrea para que se lo
caliente, imagino que debe ser como castigo por haberse mojado, porque a mi
hermana no le gustan nada los purés. La tía Cuqui y el tito Lolo llegan otra
vez tarde; en vez de caerles una bronca monumental –como me sucedería a mí si
se me ocurre retrasarme– todo el mundo los aplaude al entrar, incluso les dan
unas copas para que brinden, ¡habrase visto!
La tía Cuqui se acerca a nuestra mesa a
parlotear con Mamá, como hacen siempre que se juntan; ¿no se lo habrán dicho ya
todo? Por lo visto, debe faltarles todavía bastante, porque siguen cotorreando
sin darse cuenta de lo que pasa en el resto del mundo. El camarero deja el
plato humeante de puré delante de Andrea, que saca partido de la oportunidad
que le sirven en bandeja, agarra una cuchara y, tan fuerte como
puede –que es bastante– golpea con ella sobre el plato de puré, con el
resultado que el disfraz blanco de la tita se encuentra ahora decorado con lunares
anaranjados. Todo el mundo se queda helado, momento que aprovecha mi hermana
para aporrear otras cuatro veces, rapidísimo, antes de que Mamá le quite la
cuchara, algo que, por supuesto, no le gusta nada a Andrea, que atiza un
puñetazo en el borde del plato y logra que este salga volando dando
vueltas, pase por encima de ella y acabe por estrellarse en el suelo, y que
todos, incluido el camarero, acabemos cubiertos de puré hasta las
cejas ¿No os dije que mi hermana era genial?